EVERY QUIJOTE NEEDS A SANCHO
Cada uno de nosotros está hecho de recuerdos. Y no pienso renunciar a aquellos que me mantienen en pie.
Hace tan solo tres horas estaba sentado en otro lugar. Una recepción enorme con paredes blancas y el techo descubierto. Estoy nervioso y me veo obligado a respirar profundo. Lo hago con la fe de que mi pulso se calmará. Inhalo y exhalo, una y otra vez. Empiezo a ver con los ojos cerrados, reviviendo cada uno de esos recuerdos que uso para animarme en los momentos importantes. Veo a mi familia, diciéndome que todo estará bien. Veo a Sammy y siento de nuevo su olor, escucho sus orejas palmear mientras corre hacia mí. Su ladrido ensordecedor y su lengua pesada empiezan a acariciarme las manos, como quien trata de animarte en medio del silencio. Sammy murió en mayo del año pasado, y creo que esta es la primera vez que pienso en su recuerdo, que escribo de él. Es tan doloroso pensar en su ausencia que prefiero ir a lo siguiente. Veo entonces a todas esas personas que me quieren y que sé que están aquí, justo a mi lado.
Abro los ojos y todo parece más tranquilo. La lámpara, el perchero, los cuadros que anuncian premios y otros recordatorios del éxito publicitario me regresan a la realidad. Me acomodo varias veces en la Tulip Chair transparente. Es amarilla y puedo ver los tornillos y las tuercas que mantienen unidas sus piezas. Acomodo las lenguas de mis zapatos, me subo las medias verdes que considero me dan buena suerte y también me peino la barba con las puntas de mis dedos. Siento que algo me sigue incomodando. No puedo escapar de esta maldita voz que siempre me persigue. Así que decido clavar mi mirada en el letrero del frente. Es de un rojo tan intenso que prefiero leerlo una sola vez: “EVERY QUIJOTE NEEDS A SANCHO”. Este conocido slogan me recuerda lo que pasará dentro de un rato.
Justo en ese momento, el recepcionista del piso levanta su mano y con sus dedos interminables se lleva mi atención. Me dice que en unos minutos me recibirán, que la persona que me atenderá está terminando un asunto y que al rato me hará pasar. Sé que él no lo nota, pero por dentro estoy temblando. Hace más de dos años que no me enfrento a una entrevista de trabajo. Y la verdad es que aterra el hecho de ser interrogado, de equivocarme, de recibir un rechazo como respuesta y tener que irme del lugar con un montón de preguntas que jamás tendrán respuesta. Le agradecí a aquel hombre de traje azul y cara larga. Y de repente recuerdo a mi abuelo. A Moisés. Al que se vestía de lunes a viernes con trajes de paño y corbatas. Tenía tantos que yo pensaba que su clóset era un escondite infinito, en el que nadie podría lastimarme. Desde aquel entonces, supe que mi abuelo era una especie de superhéroe, uno que usaba traje de día y pijama de noche. Uno que me enseñó que un solo hombre puede construir una casa de tres pisos sin dinero y sin experiencia. Él me enseñó el valor de la persistencia, de la fortaleza y lo indispensable que es aprender siempre cosas nuevas. De él tengo momentos tan presentes, que desde que se fue nunca me he sentido solo. Ni siquiera en este momento, en el que estoy a punto de jugarme una nueva carta que espero que salga a mi favor.
La espera se hace interminable. Miro al techo y me pregunto por qué las oficinas “modernas” tienen todo al descubierto. Por qué dejan los cables expuestos, las paredes sin resanar y los conductos perfectamente alineados a través de metros y metros de canaletas. A veces me pregunto qué pensó Le Corbusier cuando se le ocurrió esa idea: dejar todo el interior expuesto. Me pregunto si su intención era desnudar eso que la gente nunca ha querido ver. Este diseño brutalista es para mí una forma de recordarle a los visitantes y a los residentes la belleza que habita en nuestro interior.
Casi no lo noto, pero justo a mi lado, una puerta se empieza a abrir lentamente y yo regreso otra vez a la realidad. Es mi turno de presentar.
El resto es historia y creo que me fue bien. No quiero pensar en cuál será la decisión, en si lo hice bien o no. No puedo negar que esta incertidumbre me mata, que veo el celular y el computador cada tanto a ver si ya ha llegado el mail, el mensaje o esa llamada anunciando una decisión. Lo que aprendí hoy, en esta sala de espera, es un regalo invaluable: cada uno de nosotros está hecho de recuerdos. Y no pienso renunciar a aquellos que me mantienen en pie.
Estamos hechos de recuerdos ❤️🩹